sábado, 3 de marzo de 2012

Analfabetismo galopante en la sierra de Oaxaca

El fenómeno avanza de la mano de la miseria y el desempleo

Santa María la Asunción es uno de los sitios con mayor porcentaje de iletrados en el país

Nomás sé picar piedra, usar el azadón y contar hasta mil, dice un poblador; sus hijos harán lo mismo.


Santa María la Asunción, Oax. Los ancianos de Santa María la Asunción transmitieron a sus hijos y éstos a sus nietos una herencia que los ha dejado a tientas, como si no pudieran ver y se les hubieran acabado las ganas de hablar.

El problema es que la cosa sigue de mal en peor. Así ocurrió a don Eusebio, quien fue honrado con el cargo de regidor de educación, la cartera más alta en la materia y, como casi todos los del pueblo, no pudo librarse de la herencia. Es analfabeto.

Santa María Jiotes, así le decían en tiempos antiguos, se localiza muy pegadita al cielo, en una montaña de hasta allá arriba, como hasta arriba, en lo más alto, tiene el porcentaje de analfabetismo.

Más de 55 por ciento de sus pobladores no sabe las primeras letras, lo que la convierte en la región, junto con Cochoapa el Grande, Guerrero, Tehuipango y Mixtla de Altamirano, Veracruz, y Coicoyán de las Flores, en esta entidad, con el mayor índice de personas que no saben leer y escribir en México.

Andando, el pueblo se acaba en cinco minutos, o mejor dicho, lo que muy pronto se termina son sus servicios que ocupan una curva, a orillas del camino: primero que nada, la iglesia en devoción a la virgen que da nombre al municipio, un salón de usos múltiples que sirve también de cancha de basquetbol, un dispensario sin médico ni fármacos, un prescolar, una primaria, la telesecundaria y la biblioteca. El bachillerato está lejos, en la agencia del municipio.

Ni así –dice el síndico municipal, José Gómez Carrera– sale la gente con letras. Aquí es una zona marginada, no hay empleo, no hay para sacar estudio.

El ingreso per cápita anual en esta localidad es de 2 mil 906 dólares, lo que significa 242 dólares mensuales (3 mil 114 pesos), de acuerdo con el Índice de Desarrollo Humano Municipal en México 2000-2005 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

La mayoría se dedica al corte de caña y de café, un poco a la siembra de frijol y maíz, pero es más para el autoconsumo. En la madrugada se van al campo a conseguir una jornada que el patrón paga a 45 pesos de 5 de la mañana a 6 de la tarde y, a 50 pesos, hasta las 8 de la noche. Si la labor es rozar la tierra con azadón, la paga baja a 25 pesos. Esto no es diario. Con frecuencia regresan a casa sin un centavo.

Los mazatecos de Santa María ya traen de por sí una carga a cuestas. Oaxaca es el estado, sólo después de Chiapas, con el promedio de escolaridad más bajo, con 6.9 años, equivalente a primero de secundaria, pero en esta zona de la Mazateca Alta, el promedio se desploma hasta 2.8 años, es decir, tercero de primaria.

En el país, la tasa de analfabetismo asciende a 6.9 por ciento, esto es 5 millones 393 mil 665 personas. La proporción de analfabetos funcionales es aún mayor: 11.6 por ciento. En 152 municipios, la tasa de analfabetismo funcional es superior a 38 por ciento, pero en Santa María la Asunción, más de 60 por ciento presenta esta característica, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía.

El cabildo en pleno

Ojalá que el gobierno sepa la realidad, expresa el presidente municipal, Marcelino Rebollar Gil, al recordar el día, hace más de un año, en que la cancha de basquetbol se partió en dos.

De un lado estaba él, candidato del PAN y, del otro, su contrincante del PRI. A mano alzada, por el sistema de usos y costumbres, obtuvo esta distinción gracias a 941 mazatecos. Y es que, dice, la mayoría era del PRI, pero como autoridad, no gestionaba la necesidad. No hay mercado, no hay drenaje, no hay un médico en toda la población, no hay sanatorios y la gente se muere porque no llega al hospital rural de Huautla de Jiménez, a unos ocho kilómetros.

Detrás de una larga mesa de plástico, en la que despachan los asuntos, y vigilados desde la pared por don Benito Juárez y, de paso, por Gabino Cué, en vistosas fotografías, acompañan al presidente, de izquierda a derecha, el regidor de agua potable –la cual no hay en el pueblo–, el regidor de panteón, el regidor de desarrollo, el síndico municipal, el tesorero y los regidores de hacienda, salud y educación.

Uno de los presentes comenta, con discreción, que la verdad es que sólo el presidente, el síndico, el tesorero y el regidor de Hacienda saben leer y escribir. El resto del cabildo es analfabeto.

Don Eusebio Carrera González, responsable de educación en el pueblo, es el mayor de 14 hermanos. Nació en la congregación de San Agustín Nuevo. Hijo de analfabetos y monolingües.

Desde niño trabaja en el cafetal, en el corte de caña y en la siembra de maíz. Por ser el primero de los hijos, su padre se lo llevó muy temprano a las faenas del campo. Antes de los ocho años, Eusebio ya había dejado la escuela. No alcanzó a terminar siquiera segundo de primaria y no le dio tiempo para aprender las primeras letras.

El padre le dejó otros modos de sobrevivencia. De él, obtuvo las enseñanzas que recibió de pequeño para tocar el saxofón. Barrigón y risueño, don Eusebio es también el músico de los velorios y las fiestas de Santa María.

Por una noche completa y el día siguiente, su banda cobra mil 500 pesos. Pero como son 11 integrantes, pues Los hermanos Carreón tienen de todo –hay trompeta, tambora, tarola, tuba, clarinete, trombón, platillos–, apenas le tocan poco más de 100 pesos.

Sus ojos no conocen más allá del municipio. Sólo puro Asunción, murmura en mazateco. Quizá por ello tiene el anhelo de salir del pueblo a hacer diligencias a las dependencias de gobierno. Sabe que no podrá ir solo. Su hermana, la que sí fue a la escuela, tendrá que acompañarlo, como lo ha hecho desde que Eusebio era niño y ha necesitado de trámites o de consultar un médico.

Ahora que soy persona con cargo público me siento un poco triste (de no saber leer y escribir), pero cuando no, no. Ya es demasiado tarde para mí, juzga don Eusebio.

El cabildo en pleno dice que ya es hora. Los hombres y ancianos se levantan de sus sillas y, como en parvada, vuelan juntos hacia uno de los montes de más arriba. Van a dar el último adiós a la difunta Soledad Méndez Herrera.

El obituario oral dice: murió a los 56 años de edad a causa de que la enfermera siempre le dijo que no tenía nada. Analfabeta, madre de ocho hijos, dos fallecidos y seis analfabetos; dedicó su vida a echar tortillas y hacer bordados.

La vida de mi mamá en este pueblo fue horrible, resume Marcelino –hijo de la difunta Soledad–, junto a la angosta caja de su madre con tapa de tela y escasa madera. El tambor y la tarola detrás del cortejo suenan a pura tristeza. Los dolientes y los perros que los siguen se pierden rumbo al panteón...

Arriba de las nubes

El aire de Santa María susurra desdicha y, a mayores alturas, la desdicha empeora.

Doña Epifania calla, sólo mira con sus ojos indefensos. Don Julio, con la cabeza gacha, seco, como si no tuviera nada adentro, permanece sentado en una tabla. A su alrededor, un bolón de niñitos juguetea en el suelo de tierra, en su casita de troncos y lámina.

Él, sordomudo de nacimiento, analfabeto. Ella, analfabeta y monolingüe. Tampoco sus hijos de 20, 18, 16, 12, 10 y, probablemente, en un futuro cercano, los más pequeños, de siete y cinco, sabrán de letras. Los abuelos, tatarabuelos y todos los que los antecedieron tienen la misma historia.

La excepción es Julio, el hijo de 14 años. De niño escapó, sin querer, de la niebla. Una mujer que vive abajo, donde está la presidencia, se lo llevó al Distrito Federal con la promesa de que el niño iría a la escuela y, aunque nunca cumplió su palabra, Julio no sólo aprendió a leer y escribir, sino también a hablar español.

La historia del niño la presume Severo Ramírez, quien está de visita en el hogar de Epifania, por asuntos propios de su cargo. Ramírez es el secretario municipal. El primero en toda Santa María en llegar a esa distinción; tiene 27 años.

Mucho antes de desempeñar ese puesto, fue bolero en el Distrito Federal y garrotero en la ciudad de los rascacielos. Es bonito allá, en Estados Unidos, pero no en comparación de aquí, de mi pueblo, cuenta orgulloso.

Muy en su papel, con estilo medio rockero, el joven relata que su trabajo consiste en ayudar a los pobladores, así como él recibe ayuda porque, aunque terminó la primaria, le hacen los oficios que firma.

Precisamente por el puesto que ocupa, se le encomendó la tarea de rescatar al pequeño Julio. El niño estuvo perdido. Salió de casa a los 10 años y acaba de regresar, a los 14.

La señora que prometió a doña Epifania mandar a Julio a la escuela en la ciudad de México en realidad lo envió a las calles a vender tamales. Un día el niño se perdió. Cuando el pequeño llegó a la capital del país no sabía hablar español y era analfabeto.

Severo se emociona al narrar la hazaña del rescate: después de que Julio estuvo casi un año en un albergue del DIF en el Distrito Federal y tres años en otro de la capital oaxaqueña, donde cursó primero y segundo de primaria y aprendió español, fue devuelto a su hogar, gracias a que Severo se enfocó en el caso. Se trasladó a Oaxaca y gestionó la entrega del menor.

En la casita de doña Epifania, las palabras se forman con lo que no se dice, con lo que todos callan. Ella y don Julio, su marido, se comunican mediante el conocimiento mutuo que se tienen, pero el hombre no le responde, sigue sentado en su tabla, sin dar señales de vida.

En el jacal de al lado, sólo separados por una lámina con una especie de ventanita, vive el mayor de los hijos, Cándido Valencia, su esposa Alicia Canseco y sus hijos de tres y cuatro años. Alicia, con cara y cuerpo de niña, también es analfabeta y monolingüe. No habla, no sabe qué decir, comenta el joven esposo.

–¿Y de qué hablan entre ustedes?

–Casi no hablamos, nos gustamos y ya.

Las mazorcas que cuelgan de una viga son el alimento para algunos días. Después, ya verán. A veces, Cándido no tiene trabajo en toda la semana. Ni en el campo ni en la elaboración de pan.

Los piedreros

Literalmente, el trabajo lo sacan de las piedras. A orillas de la carretera, cuesta arriba, se ponen los llamados piedreros. Estos hombres martillan las faldas de las montañas rocosas para llevarse, uno a uno, los grandes bloques y transformarlos en grava. Venden a cinco pesos una lata, un bote de 19 litros.

Armando Martínez tiene 35 años. Nomás sé picar piedra, utilizar el azadón y contar hasta mil. Sus padres nunca fueron a la escuela; él ni sus hijos, de 13 y nueve años, han asistido y, asegura, jamás lo harán. No quiero que aprendan, balbucea en su escaso español.

–¿Por qué?

–Porque no.

–¿Qué te gustaría que hagan cuando crezcan?

–Que piquen piedra.

A unos 200 metros, Othón Robles le da a la piedra, duro y duro con el mazo. Una y otra vez. Su única guía son los sonidos que lleva y trae el aire. Su cálculo es perfecto. Sus dedos agrietados, casi negros de tanto polvo, no tienen huella de golpe o herida. Sus ojos son completamente blancos. Pareciera que él está roto de todos lados.

A él ya se le fueron todas las ganas de hablar. Una y otra vez.




Fuente: La Jornada