viernes, 9 de marzo de 2012

Mujerismo. La de enfrente. Ayuno en Chiapas. ¿Y las televisoras?

La secretaria general del PRI, Cristina Díaz, pronunció ayer un peculiar discurso de descalificaciones indirectas, con cierto tufo a lavadero, contra la única candidata que hoy compite por la Presidencia de la República. Diego Fernández de Cevallos anotó en el álbum de las referencias políticas polémicas el hablar del viejerío durante un acto pintado de blanco y azul, y ahora la priísta Díaz ha abierto su propia página ocurrente al señalar que sus compañeros de partido no aspiran a que a partir de diciembre próximo haya un gobierno misógino ni mujerista. El rechazo a ese mujerismo (de sonrisa congelada, según definió otra oradora en el mismo acto) proviene de que a entender de las activistas de tres colores, la otra, la de enfrente, no tiene con qué y no ha hecho en realidad nada que cumpla con la agenda de luchas y exigencias de las mujeres.

Muy extendido aprovechamiento lamentable de lo femenino para fines electorales y gubernamentales en el Día Internacional de la Mujer que políticos y funcionarios pretendieron pintar de rosa, adornar con frases amables o aprovechar para sus propósitos inmediatos, cuando lo que urge es actuar contra el marco de violaciones, discriminación y abandono en que se tiene a la gran mayoría de los mexicanos, entre ellos de manera aún más agravada a las mujeres, que sufren violencia sexual, explotación laboral, manipulación y agresiones en el seno de las familias, discriminación práctica y utilización hipócrita para fines propagandísticos.

Felipe Calderón, por ejemplo, regaló a su esposa un ramo de flores y luego entregó envuelto en demagogia un discurso a las mujeres mexicanas en el que se manifestó muy convencido de que es necesario poner un alto definitivo al acoso, a la opresión, a la violencia y a la trata que existe en perjuicio de las mujeres. Habló en Chiapas y en compañía del gobernador Juan Sabines, inmejorable telón de fondo para subrayar que lo dicho eran solamente palabras.

Aire fue también lo que acabaron consumiendo las mujeres congregadas en decenas de autobuses para escuchar y aplaudir a Calderón en el rancho San Luis del municipio de Ocozocoautla, donde se firmaría una pomposa Declaratoria para Consolidar la Igualdad en México (todo fuera como firmar lo que sea, para así declararlo oficialmente consolidado). Una buena parte de las 3 mil bolsas de plástico que contenían el desayuno ofrecido por los organizadores civiles (cada una con un jugo, una fruta y dos piezas de pan) fueron decomisadas por el equipo federal de seguridad a la hora en que las invitadas pretendieron pasar los sistemas de control militar del acto. Eso sí, el meloso gobernador Sabines cerró su discurso asegurando que en todo México jamás se olvidará al estadista que ha dado mayor impulso para el empoderamiento de las mujeres mexicanas. Es decir –reveló, aprovechando sus dos últimas palabras al micrófono–, Felipe Calderón.

No es un asunto de género sino de justicia en general el relacionado con la francesa Florence Cassez. De entrada el aparato del gobierno federal (el PAN-gobierno, más sus aliados mediáticos) se ha batido con fiereza digna de mejor causa para tratar de descalificar el proyecto de dictamen presentado por el ministro Zaldívar. Llama la atención que varios opinantes sobre el caso defienden una idea genérica de lo justiciero sin reparar en que ese ideal fue mancillado grave y explícitamente por funcionarios calderonistas que realizaron un montaje para fines de propaganda. Es decir, el problema de fondo es la manipulación que ese mismo aparato federal realizó de un acto jurídico formal, para aparentar acciones en vivo que fueran transmitidas por televisión para dar la apariencia de que la Secretaría de Seguridad Pública, a cargo del muy impugnado ingeniero Genaro García Luna, cumplía valientemente con sus obligaciones y entregaba buenos resultados.

El debate de fondo, en una sociedad sana, se daría respecto a la responsabilidad de quienes transgredieron principios procesales básicos en aras de popularidad mediática de sus actos, engañando con toda premeditación a los ciudadanos respecto a sucesos de tan alto impacto que causaron una crisis con Francia y están a punto de colocar a México en un abierto ridículo internacional. En un país vivo, activo, exigente, se estaría luchando para saber cuántas de las detenciones realizadas por esas mismas autoridades fraudulentas (se habla de lo policiaco, con García Luna Productions, no solamente de lo electoral, que es el pecado original de este sexenio) están afectadas de ese mismo virus deformador de la realidad, sobre todo si se toma en cuenta que ese gobierno de simulaciones bombardea cotidianamente a los ciudadanos con reportes de presuntos logros en cuanto a captura de presuntos delincuentes peligrosos. A la vista de la vocación mentirosa de segmentos influyentes del gobierno federal (García Luna ha sido una especie de vicepresidente ejecutante, intocable, de pretensiones transexenales), esa misma sociedad crítica tendría pleno fundamento para preguntarse cuántas de las acciones tan proclamadas por el calderonismo como exitosas provienen de la misma matriz fabuladora.

Otro ente con denominación femenina ha sido exhibido como indudable cómplice de las mentiras fabricadas en los ámbitos gubernamentales: las televisoras. Tanto peca el que simula la aprehensión como el que la transmite en vivo a sabiendas de que es falsa. El dominio de la conciencia nacional a partir de la manipulación televisiva tiene inequívoca demostración documentada en el expediente de 145 páginas que el ministro Zaldívar ha puesto a disposición del público en el portal de la Suprema Corte de Justicia. García Luna debería ser depuesto de su cargo y consignado judicialmente por las falsedades cometidas durante su oscuro reinado policiaco, pero también los conductores televisivos y las empresas mendaces deberían ser condenadas cuando menos a expresar disculpas públicas por su participación lamentable en uno más de los engaños a los que por sistema someten a sus audiencias. ¡Feliz fin de semana!




Fuente: La Jornada