sábado, 12 de abril de 2014

Azúcar amarga: la vida en la zafra

Los jornaleros son, en su mayoría, adolescentes que dejan los estudios para ir al cañaveral
REMUNERACIÓN. Procedentes de comunidades marginadas, los campesinos arriban a los cañaverales con la intención de mejorar su situación económica: entre más varas de caña derriben, más grandes serán sus ingresos. (Foto: JORGE MEDINA / EL UNIVERSAL )

MORELOS
En estos campos el humo y la ceniza se hermanan para recibir al ejército de jornaleros. Una densa capa de tizne, polvo y partículas de hojas incineradas cobija a los cortadores de caña de azúcar. Por el suelo corren las ratas ahuyentadas por el calor sofocante de la quema.
Hombres bajitos de estatura, en su mayoría muchachos de entre 15 y 18 años de edad, envuelven su cabeza con trapos para evitar la inhalación de las cenizas y cuando visualizan su campo de acción blanden sus pesados machetes y comienzan con el derribo de la vara dulce, siempre bajo la mirada vigilante de los patrones.
Aquí las palabras enmudecen y sólo se escucha el sonido de los machetes al surcar el aire y trozar las cañas.
Vienen de pueblos situados en cinturones de pobreza extrema, ubicados en sierras y montañas de Guerrero, Puebla, Veracruz, Jalisco y Oaxaca. En su mayoría adolescentes que durante seis meses abandonan sus lugares de origen para emplearse como cortadores de caña de azúcar.
Aquí en los cañaverales las perspectivas de mejora económica dependen del número de toneladas de caña que cortan.
A cada derribo de la vara dulce calculan el manojo y estiman el peso para cobrar 28 pesos por tonelada. Los patrones otorgan techo, comida y transporte, pero sus ganancias, dicen los cortadores, son ínfimas ante el desgaste físico.
Para esta zafra vinieron a este campo mil 190 cortadores cuyo ingreso diario, en promedio, es de 280 pesos, aunque hay jornaleros que “vienen a trabajar, trabajar y cortan hasta 15 toneladas diarias”, dice Aristeo Rodríguez Barrera, dirigente de la Unión Local de Productores de Caña de la CNC en Morelos.
Rostros de la frustración
Entre los surcos del campo brotan ilusiones de los jornaleros por llevar dinero a sus familias que dejaron en sus pueblos, pero en algunos rostros asoma la frustración porque la pobreza los empujó a trabajar y de tajo rompió sus aspiraciones por estudiar y ser médicos.
Así sucedió con Saúl Francisco, procedente de Tepecuatlilco, Guerrero, a un lado de Iguala, cuyas aspiraciones escolares se rompieron esa tarde cuando su padre lo convenció de sumarse a los campesinos concentrados en la plaza de su pueblo, a la espera del camión que los llevaría a los campos de caña de azúcar de Morelos.
Por ese año terminó la secundaria y mantenía la idea de continuar hasta lograr vestir la bata blanca de médico, pero la pobreza que envuelve a su familia de cinco integrantes frustró sus anhelos y de pronto se vio frente a las varas dulces con un machete en la mano.
“Tengo 19 años y estudié hasta secundaria pero desde muy chico mi papá me trajo a Morelos a trabajar. Tal vez me hubiera gustado estudiar para doctor”, dice Saúl mientras pasa su antebrazo por su cara para secar esas líneas gruesas de sudor que resbalan con hollín.
Consciente de la precaria situación económica de su familia, Saúl rompió con la tradición porque hasta ahora se mantiene soltero. Tengo novia, dice, pero casarme no, todavía no. Está canijo porque no hay dinero para mantener.
De entre esos cañaverales surge la figura diminuta de un niño de cuatro años de edad, cuya diestra levanta un machete para derribar las varas dulces. Es mi nieto, dice doña Matea.
El próximo año ingresará a la escuela, pero ahora sigue a la abuela hasta los campos donde venden refrescos y tortas para los cortadores, pero como las ventas están “flojas” ayuda a su esposo que junta sus varas al otro lado del campo.
El niño la imita. Una y otra vez choca el machete contra las cañas de azúcar, como el seguimiento de una tradición y quizá estudiará la secundaria y, posiblemente, regrese a estos campos que conoce desde recién nacido. “¿Así abuela, así?”, pregunta el niño ante la mirada complaciente de la mujer.
Matea Fiscal, conoce a detalle el trabajo del corte. Tiene 30 años en esa actividad y decidió junto con su esposo, radicar en la comunidad de Huatecalco, municipio de Tlaltizapan, zona cañera del estado.
Amantes del campo
Con el amanecer los campos de caña de azúcar reciben al ejército de jornaleros. Adolescentes, los más, a la pregunta de su edad todos dicen tener mayoría, por temor a ser despedidos.
Y es que su contratación desata críticas, “pero en el corte de caña de todos los ingenios del país hay menores que son casados o tiene familia y trabajan en esta actividad”, trata de justificar Rodríguez Barrera, el líder cenecista.
“Sabemos que por cultura, vecinos de Guerrero y Puebla se casan desde los 14 años y asumen la obligación moral de trabajar en el campo como sus padres.
“Los hijos de campesinos saben regar, rozar, usar un machete, untar una yunta y si eso no le gusta al gobierno, pues que les dé mejores oportunidades, ya que si no tienen trabajo en el campo lo buscarán en otro lado, pero tampoco estamos de acuerdo en que se nos acuse de trata de personas”, afirma Aristeo Rodríguez, convencido de que el fondo es un problema social de carácter ancestral.
La paga
Con los cortadores todos ganan. Desde el comisario del pueblo que exige a los contratistas una comisión por permitir la salida de sus paisanos.
Una tarde Aristeo y su gente llegaron hasta un pueblo de la sierra de Guerrero en busca de cortadores de caña, y cuando los trabajadores estaban en el zócalo, prestos para subir al camión, llegó el comisario del lugar para exigir un pago por permitir la salida de sus paisanos.
“Si tú te vas, ya sabes que debes fatiga. No lo pienses, que yo trabajo tu quehacer. Y si te vas, cuando regreses te meto cárcel”, advirtió el comisario.
Aristeo Rodríguez recuerda que habló con el comisario y acordaron una paga de tres mil pesos por la salida de cuatro trabajadores. “Vételo bien, no vayas a hablar que me dieron más dinero”, dijo el comisario.
A partir de ese día los campesinos son llevados a uno de los tres albergues que tiene la zona cañera situados en los municipios de Zacatepec, Villa de Ayala y Tlatizapan. En esas construcciones en horizontal pulula la insalubridad, el alcoholismo, la drogadicción y hasta sirve de refugio a campesinos que vienen a delinquir.
Quienes vienen sin mujeres pagan 200 pesos a la semana por las tres comidas, pero aquellos que tienen compañera aprovechan las despensas que les dan los patrones y grupos altruistas para cocinar sus propios alimentos. No gastan en nada, dice Aristeo Rodríguez.
En esos albergues hay 11 hombres que viven con dos mujeres, duermen con ellas, conviven con ellas, agrega el líder cenecista.
Las voces sobre los salarios son distintos. Unos cobran por corte de tonelada, otros dicen que ganan 800 pesos semanales y de ahí pagan 200 pesos por la comida. Otros dicen que ganan 700 pesos pero con alimentos.
La meta
En los campos es posible ver el trabajo individual o de grupo para sumar varas y alcanzar metas económicas, tal como las persiguen los productores. En la zafra de 2013 se levantaron un millón 208 mil toneladas de caña y este año estiman será un millón 238 mil toneladas.
De acuerdo con la Secretaría de Desarrollo Agropecuario (Sedagro), las condiciones climatológicas permiten que Morelos sea líder nacional en el rendimiento de la vara dulce, porque de cada tonelada de caña industrializada se obtienen 140 kilos de azúcar.
Aunque los productores también se quejan de los altos costos de producción y de las estrategias de dumping aplicadas por Estados Unidos para inhibir la entrada de azúcar mexicana, “la mejor del mundo”, se ufana el líder de los productores morelenses. “Ya es muy caro sembrar. Nos cuesta entre 38 y 40 mil pesos cada hectárea”.
Según Aristeo Rodríguez, las condiciones en que viven los jornaleros son adecuadas porque desde que llegan tienen seguro social y sus hijos menores de edad pueden ir a la escuela donde les ofrecen desayunos escolares.
Pero la realidad contrasta con el discurso, pues por los patios se observan los juegos y las correrías de niños descalzos, aparentemente habituados a los montículos de heces fecales, charcos de orines y ropa colgada por todas partes.

Fuente: El Universal| Justino Miranda